El escritor cubano Onelio Jorge Cardoso conocido como el "cuentista mayor" nos regala una historia para este fin de semana.
Cuéntala a tu familia o a tus amigos/as, estoy segura que lo vas a disfrutar y el cuento cobrará vida gracias a ti.
FRANCISCA
Y LA MUERTE
¾Santos y buenos días ¾ dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer. ¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla al bolsillo.
¾Si no molesto ¾ dijo¾, quisiera saber dónde
vive la señora Francisca.
¾Pues mire ¾ le respondieron, y
asomándose a la puerta, señaló un hombre con su dedo rudo de labrador:
¾Allá por las cañas
bravas que bate el viento, ¿ve? Hay un camino que sube la colina. Arriba
hallará la casa.
«Cumplida está» ¾pensó la muerte y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues,
miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y
cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora
Francisca.
«Menos mal, poco
trabajo; un solo caso», se dijo satisfecha de no fatigarse la muerte y siguió
su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.
Efectivamente,
era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni
brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas
eran pura caoba transparente. El tronco de la guayaba soltaba, a espacios, la
corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían
una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida
subiendo de las flores.
Natural que la
muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama
llena de nido, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacerse?; estaba la
muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así, pues, echó
y echó la muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca:
¾Por favor, con Panchita
¾dijo adulona la
muerte.
¾Abuela salió temprano ¾contestó una nieta de
oro, un poco temerosa aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y
la mano en el bolsillo.
¾¿Y a qué hora regresa? ¾preguntó.
¾¡Quién lo sabe! ¾dijo la madre de la
niña¾. Depende de los
quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la muerte se
mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y
ajeno.
¾Hace mucho sol. ¿Puedo
esperarla aquí?
¾Aquí quien viene tiene
su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer o la noche misma.
«¡Contra!»,
pensó la muerte, «se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla». Y
levantando su voz, dijo la muerte:
¾¿Dónde, al fijo,
pudiera encontrarla ahora?
¾De madrugada salió a
ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.
¾¿Y dónde está el
maizal? ¾preguntó la
muerte.
¾Siga la cerca y luego
verá el campo arado detrás.
¾Gracias ¾dijo seca la muerte y
echó a andar de nuevo.
Pero miró todo
el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltóse la trenza
la muerte y rabió:
«¡Vieja
andariega, dónde te habrás metido!» Escupió y continuó su sendero sin tino.
Una hora después
de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a
hierba nueva, la muerte se topó con un caminante:
¾Señor, ¿pudiera usted
decirme dónde está Francisca por estos campos?
¾Tiene suerte ¾dijo el caminante¾, media hora lleva en
casa de los Noriegas. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
¾Gracias ¾dijo la muerte como un
disparo, y apretó el paso.
Duro y fatigoso
era el camino. Además ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin
trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular
y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por
tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los Noriegas:
¾Con Francisca, a ver si
me hace el favor.
¾Y se marchó.
¾¡Pero, cómo! ¿Así, tan
de pronto?
¾¿Por qué tan de pronto?
¾le respondieron¾ . Sólo vino a ayudarnos
con el niño y ya lo hizo. ¿A qué viene extrañarse?
¾Bueno..., verá ¾dijo la muerte turbada¾ , es que siempre una
hace su sobremesa en todo, digo yo.
¾Entonces usted no
conoce a Francisca.
¾Tengo sus señas ¾dijo burocrática la
Impía.
¾A ver; dígalas ¾esperó la madre. Y la
muerte dijo:
¾Pues..., con arrugas;
desde luego ya son sesenta años...
¾¿Y qué más?
¾Verá..., el pelo
blanco..., casi ningún diente propio..., la nariz, digamos...
¾¿Digamos qué?
¾Filosa.
¾¿Eso es todo?
¾Bueno..., por demás
nombre y dos apellidos.
¾Pero usted no ha
hablado de sus ojos.
¾Bien; nublados..., sí,
nublados han de ser..., ahumados por los años.
¾No, no la conoce ¾dijo la mujer¾ . Todo lo dicho está
bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, quien usted
busca, no es Francisca.
Y salió la
muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada, sin preocuparse mucho por la
mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.
Anduvo y anduvo.
En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de
allí, cortando pangola para la vaca de los nietos. Mas, sólo vio la muerte la
pangola recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su
paso.
Entonces la
muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la
camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
¾¡Dios! ¡Las cuatro y
media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!
Y echó la muerte
de regreso, maldiciendo.
Mientras, a dos
kilómetros de allí, escardaba de malas hierbas Francisca el jardincito de la
escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le tiró a su manera
el saludo cariñoso:
¾Francisca, ¿cuándo te
vas a morir?
Ella se
incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
¾Nunca ¾dijo¾, siempre hay algo que
hacer.
Abril de 1973
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