29 oct 2021

Una noche de espanto

Estos días son propicios para escuchar o leer alguna historia de miedo.

¡Imagína ir a casa y encontrate con algo que te llene de terror!

Una noche de espanto

Anton Chejov

Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción:

-Densa niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883, regresaba a casa. Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritualista. Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido…

“¡Declina tu existencia!… ¡Arrepiéntete!”, había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos consultado.

Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino que agregó: “Esta noche”.

No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me impresionan profundamente.

No se puede prescindir ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza repele.

Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que al volver la cara, la muerte se me apareciera bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó:

-Aquel miedo infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera.

Si he de creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada de este gemido…¡brr!… ¡Qué horror!… Encendí un fósforo. El viento aumentó, convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si alguien los golpease.

“Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta”, pensé.

No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante mí…

Fue lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos… Grité, di un paso hacia la puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.

En medio del cuarto había un ataúd.

Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar por el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta estatura.

Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta estaba seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio… No me hubiera asombrado que el techo se hubiese hundido, que el piso se hubiese desplomado… Todo esto es natural y concebible. Pero, ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro, destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará vacío o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio!

O es un milagro, o un crimen.

Perdía la cabeza en conjeturas. En mi ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la llave sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe, o por lo menos un anticipo.

Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso el ataúd?

No creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo; pero semejante coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera.

Es imposible. Soy un miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser?

La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el abrigo. Estaba chorreando… Sentía frío… No podía quedarme allí. Pero ¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un amigo.

Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el relato:

-Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó. Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco de aquel lugar… En la habitación de mi amigo vi un ataúd… ¡De doble tamaño que el otro!

El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre… ¿Por qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación… Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.

Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión espiritista y de las palabras de Spinoza.

“Me vuelvo loco”, pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. “¡Dios mío! ¿Cómo remediarlo?”

Sentía vértigos… Las piernas se me doblaban; llovía a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y, sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los pelos de punta…

Me volvía loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa; entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande.

Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida… Al subir la escalera oí un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y gritando con todas sus fuerzas: “¡Socorro, socorro! ¡Portero!”

Momentos después veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras.

-¡Pagostof! -exclamé, al reconocer a mi amigo el médico-. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?

Pagastof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban, desmesuradamente abiertos…

-¿Es usted, Panihidin? -me preguntó con voz ronca-. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto… ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me da usted miedo!…

-Pero, ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre? -pregunté lívido.

-¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente! ¡Qué contento estoy de verle! La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted qué se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd!

No lo pude creer, y le pedí que lo repitiera.

-¡Un ataúd, un ataúd de veras! -dijo el médico cayendo extenuado en la escalera-. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista…

Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos mudos, mirándonos fijamente. Después para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.

-Nos duelen los pellizcos a los dos -dijo finalmente el médico-; lo cual quiere decir que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen realmente. ¿Qué vamos a hacer?

Pasamos una hora entre conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos dominar el terror y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, que subió con nosotros. Al entrar, encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente.

-Vamos ahora a averiguar -dijo el médico temblando- si el ataúd está vacío u ocupado.

Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que… el ataúd estaba vacío. No había cadáver; pero sí una carta que decía:

“Querido amigo: sabrás que el negocio de mi suegro va de capa caída; tiene muchas deudas. Uno de estos días vendrán a embargarlo, y esto nos arruinará y deshonrará. Hemos decidido esconder lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), procuramos poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender la honra y fortuna, y por ello te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor. El ataúd sólo quedará en tu casa una semana. A todos los que se consideran amigos míos les he mandado muebles como éste, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo, Tchelustin”.

Después de aquella noche, tuve que ponerme a tratamiento de mis nervios durante tres semanas. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó fortuna y honra. Ahora tiene un funeraria y vende panteones; pero su negocio no prospera, y por las noches, al volver a casa, temo encontrarme junto a mi cama un catafalco o un panteón.

22 oct 2021

Los hijos de Nut

Los hijos de Nut


Anónimo: Egipto

Hace mucho tiempo, Ra, el señor de todos los dioses, aún reinaba sobre la Tierra como faraón. Vivía en un enorme palacio a orillas del Nilo, y todos los habitantes de Egipto acudían a presentarle sus respetos. Los cortesanos no dudaban en complacerlo, y él pasaba el tiempo cazando, jugando y celebrando fiestas. ¡Una vida realmente placentera!

Pero un día llegó a palacio un cortesano que le contó una conversación que había oído. Thot, el dios de la sabiduría y la magia, le había dicho a la diosa Nut que algún día su hijo sería faraón de Egipto. Ra se puso muy furioso. Nadie salvo él era digno de ser faraón. Caminaba de un lado a otro gritando:

-¡Cómo se atreve Thot a decir eso! ¡Ningún hijo de Nut me destronará!

Reflexionó sobre ello largo tiempo, al cabo del cual, tras invocar sus poderes mágicos, lanzó la siguiente maldición:

“Ningún hijo de Nut nacerá en ningún día ni en ninguna noche de ningún año”.

La noticia pronto se extendió entre los dioses. Cuando Nut se enteró de la maldición. Se sintió muy apesadumbrada. Deseaba un hijo, pero sabía que la magia de Ra era muy poderosa. ¿Cómo podría romper el maleficio? La única persona que podía ayudarla era Thot, el más sabio de todos los dioses, así que fue a verlo.

Thot quería a Nut y, al verla llorar, decidió ayudarla.

-No puedo romper la maldición de Ra, pero puedo evitarla. Espera -le pidió.

Thot sabía que Jonsu, el dios Luna, era jugador, así que lo retó a una partida de senet. Jonsu no pudo resistirse y cedió al desafío.

-¡Oh, Thot! -exclamó-. ¡Tal vez seas el dios más sabio, pero yo soy el mejor jugador de senet! No he perdido ninguna partida. Jugaré contigo y te ganaré.

Los dos se sentaron a jugar. Thot comenzó ganando todas las partidas.

-Has tenido suerte, Thot -dijo Jonsu-. Apuesto una hora de mi luz a que te gano la siguiente partida.

¡Pero también perdió! Thot continuó ganando y Jonsu siguió apostando su luz hasta que Thot hubo conseguido una luz equivalente a la de cinco días.

Entonces Thot se puso en pie, dio las gracias a Jonsu y se fue llevándose la luz consigo.

-¡Menudo cobarde! -murmuró Jonsu-. Mi suerte empezaba a cambiar. ¡Habría ganado esta partida!

Thot colocó los cinco días entre el final de ese año y el comienzo del siguiente. En aquella época, un año tenía 12 meses de 30 días cada uno, lo que sumaba un total de 360 días.

Nut se sintió feliz cuando Thot le contó lo que había hecho. Como los cinco días no pertenecían a ningún año, sus hijos podrían nacer en esos días sin romper el maleficio de Ra.

El primer día Nut dio a luz a Osiris, que sería faraón después de Ra; el segundo día, a Harmachis, que está inmortalizado en la Esfinge; el tercer día, a Seth, que más tarde mataría a Osiris y se convertiría en faraón; el cuarto día, a Isis, que sería la esposa de Osiris; y el quinto día, a Neftis, que sería la esposa de Seth.

En cuanto a Jonsu, el dios Luna, quedó tan debilitado tras la partida que ya no pudo brillar con fuerza todo el tiempo. Aún hoy, la Luna sólo brilla toda entera durante unos cuantos días del mes, y ha de pasar el resto del tiempo recobrando fuerzas.

FIN

15 oct 2021

La sirena del bosque


La sirena del bosque

Ciro Alegría

El árbol llamado lupuna, uno de los más originalmente hermosos de la selva amazónica, “tiene madre”. Los indios selváticos dicen así del árbol al que creen poseído por un espíritu o habitado por un ser viviente. Disfrutan de tal privilegio los árboles bellos o raros. La lupuna es uno de los más altos del bosque amazónico, tiene un ramaje gallardo y su tallo, de color gris plomizo, está guarnecido en la parte inferior por una especie de aletas triangulares. La lupuna despierta interés a primera vista y en conjunto, al contemplarlo, produce una sensación de extraña belleza. Como “tiene madre”, los indios no cortan a la lupuna. Las hachas y machetes de la tala abatirán porciones de bosque para levantar aldeas, o limpiar campos de siembra de yuca y plátanos, o abrir caminos. La lupuna quedará señoreando. Y de todos modos, así no hay roza, sobresaldrá en el bosque por su altura y particular conformación. Se hace ver.

Para los indios cocamas, la “madre” de la lupuna, el ser que habita dicho árbol, es una mujer blanca, rubia y singularmente hermosa. En las noches de luna, ella sube por el corazón del árbol hasta lo alto de la copa, sale a dejarse iluminar por la luz esplendente y canta. Sobre el océano vegetal que forman las copas de los árboles, la hermosa derrama su voz clara y alta, singularmente melodiosa, llenando la solemne amplitud de la selva. Los hombres y los animales que la escuchan quedan como hechizados. El mismo bosque puede aquietar sus ramas para oírla.

Los viejos cocamas previenen a los mozos contra el embrujo de tal voz. Quien la escuche, no debe ir hacia la mujer que la entona, porque no regresará nunca. Unos dicen que muere esperando alcanzar a la hermosa y otros que ella los convierte en árbol. Cualquiera que fuese su destino, ningún joven cocama que siguió a la voz fascinante, soñando con ganar a la bella, regresó jamás.

Es aquella mujer, que sale de la lupuna, la sirena del bosque. Lo mejor que puede hacerse es escuchar con recogimiento, en alguna noche de luna, su hermoso canto próximo y distante.

FIN