6 dic 2018

No es culpa del WiFi, es misión de quienes narramos historias.


Mauricio Patiño Acevedo 
Voz, cuerpo, música y performance
Septiembre de 2018. Cedar city, Utah (EEUU).

El oficio de contar cuentos –tanto el de herencia milenaria que reposa en nuestro ADN desde el primer fuego, como su versión contemporánea fruto de la formación artística– se encuentra hoy ante el gran reto de seguir activando aquel mecanismo instintivo que nos permitió dar el paso de animales a seres humanos, ayudándonos a establecer sentidos comunes que posteriormente nos permitieran la vida en comunidad y a partir de allí la aparición de las primeras civilizaciones.

Este vertiginoso devenir evolutivo nos tiene ante un presente donde las narrativas sobreabundan, su complejidad sigue creciendo y los formatos a través de los cuales accedemos a ellas son los más diversos. Pero ¿por qué –aun así– nos sentimos desconectados? No es culpa del WiFi…
Socialización de una metodología práctica fruto de un proceso personal que busca reestablecer el vínculo original narrando historias para una generación hipertextual. Reporte temprano de una construcción en proceso.

Palabras clave:
Anecdotario | Hipertextualidad | Empatía | Etnografía | Dramaturgia | 


Primero, anunciemos la perspectiva desde la que se escribe este texto: la de un optimista involuntario; nos encontramos ante alguien predeterminado a mirar las oportunidades que esconden las crisis. El motivo es simple: una y otra vez las historias se inclinan hacia el mejor final, sin importar lo lejano que el héroe pareciera estar del clímax. De aquí que en los postulados a seguir apelemos a la construcción sin dejar de reconocer los paradigmas disruptivos de nuestro tiempo, sin reparar en las posturas que ven el apocalipsis desatarse desde la minúscula pantalla de un dispositivo móvil, en vez aprovechar su potencial.
Segundo, cambiemos la primera persona del plural por la del singular pues voy a compartir un poco de mi proceso de búsqueda de los últimos años y, por lo tanto, recaeré copiosamente en la anécdota, en los hallazgos diarios, en mis dolores y satisfacciones, en lo que me ahoga y lo que me ilumina.

En agosto del año 2013 me mudé de Medellín a Bogotá, pasando de una ciudad de tres millones de habitantes a una de diez, y por primera vez en la vida me sentí tediosamente solo. Algo más sucedió, interrumpí el ritmo vertiginoso de presentaciones que había iniciado desde mediados del 2002, cuando conté por primera vez al concluir el primer semestre en la Escuela de Cuentería y Oralidad de Medellín, con sede en la Corporación Cultural VIVAPALABRA, bajo la dirección artística de Jota Villaza y la docencia de grandes narradores como Robinson Posada y María Teresa Agudelo, entre otros. Aprendí a contar cuentos en las tres sedes de aquel teatrico que abrió sus puertas desde 1.997 a la narración oral y se mantiene hasta el día de hoy. Así que once años después de mi primera contada, mientras desempacaba mis maletas en un apartamento ubicado en el barrio La Macarena, al extremo centro oriental de la capital colombiana, pensaba con desánimo que mi proceso como narrador se iba a estancar por el hecho de alejarme de los escenarios por un largo plazo por primera vez.

Lo que entendí meses más tarde fue que dicha pausa sirvió para dejar que se calmara un poco la corriente, que se asentara el sedimento y poder ver así cuánto oro había quedado en la batea y qué era lo que iba a dejar correr río abajo; lo que pensé iba a ser un tiempo muerto cumplió la función de hacer explícito lo aprendido y me permitió capitalizar así mi experiencia priorizando mis verdaderos intereses.
Me tomé el tiempo de revisar lo que venía haciendo y de tratar de entender por qué lo hacía, y lo más importante: ¿cómo lo lograba? Reconocí los referentes interdisciplinarios que influencian mi estilo y los narradores naturales que desde la cotidianidad me han enseñado siempre cómo es que se narra la vida real (como mi padre y el grupo de amigos del barrio); entendí el poder impresionante que brinda entender la estructura de las historias leyendo a Robert McKee y viendo series en Netflix bajo su lupa; tomé nota, encontré patrones, desenmascaré giros dramáticos alrededor del minuto 25 de las películas y hasta me aventuré a escribir borradores de guiones Hollywoodezcos. Lejos de casa me reconcilié con mis raíces rurales y urbanas, locales y a la vez globalizadas y sembré un jardín en una ventana en La Candelaria y otro en una terraza en La Macarena; volví a ser espectador (de cine, de teatro, de cuentería, de música, ¡de la vida!) y disfruté de nuevo de las historias sin estar tomando nota de los desplazamientos escénicos o de la dicción del narrador para luego intentar expresar en cifras si un estudiante podía o no pasar al nivel avanzado de la escuela de cuentería. Y finalmente –fruto de la comprensión de algunas técnicas y teorías– logré conciliar en un mismo discurso la irreverencia sorpresiva de la creatividad con la fortaleza argumentativa y conceptual que me brinda mi formación profesional en comunicaciones. In other words… maduré un poco.

¡Casi no me vuelvo a parar en un escenario! Ahí fue que la poética de la vida me llevó a hacerlo en los legendarios espacios universitarios de Bogotá, donde muchos de los narradores más representativos del país iniciaron su camino. Así que sin escritura previa o ensayo le susurré mis experiencias directas con la violencia del narcotráfico al viento de los cerros orientales que refresca el almuerzo de los estudiantes de la Javeriana mientras me presentaba en su plazoleta de arquitectura, y paseé mis tenis rojos por el piso adoquinado de La Perola en la Universidad Nacional aprovechando la complicidad de los mermados asistentes de este otrora multitudinario espacio para develarles los detalles de ‘aquel viernes’ en el barrio en que casi nos matan a los parceros y a mí por el sólo hecho de vivir unos metros más allá de las escasas cuadras que conforman la cosmogonía del dueño del arma, en una noche de skateboard, rock, hip-hop y dancehall.
Conté también mis historias africanas y de gitanos, mis versiones de autores literarios y mis autorías, y me conté a la vez en ellas. Dejé de esconderme en la selección o detrás de un personaje. Resalté más mis acotaciones y me permití dejar los verbos colgando del hilo de la narración por un momento para darnos el regalo de la descripción en vivo de las imágenes internas que quería comunicar, de cómo las historias habitaban en mí. ¿Y el público? Chateando… pero por eso no dejaban de estar enganchados con la historia.

El narrador de historias debe hacer su labor completa; como Cleto, el panadero de mi barrio, que madrugaba a hornear antes de que amaneciera y cerraba su panadería justo antes de la cena, cuando ya todos los vecinos habíamos comprado lo que íbamos a usar durante el día: buñuelos calienticos para el desayuno, galletas de coco para el postre del almuerzo y croissants para el algo. Hornear y también vender; contar, sin olvidar con(ec)tar.
A mí me gusta contar porque me hace viajar, la mayoría de las veces soy yo quien va hacia el público, es decir, son las historias las que llegan y lo mejor de todo: se quedan en el público y regresan con aquello que este nos entregó. Después del despegue voy marcando con un resaltador imaginario las calles y lugares de cada nueva ciudad que ahora reconozco desde el cielo, cuando por fin caigo en cuenta de la despedida voy fijando los nombres de las nuevas amistades con post-its mentales sobre ese mapa en tiempo real que son las ciudades vistas desde el avión, justo antes de perderse bajo las nubes, mientras voy rumbo al siguiente destino.
Me gusta contar porque son dos viajes, el interior y el terrenal. No sólo me llevan las historias hasta los lugares en los que habitan las personas que las deben escuchar para de paso poder disfrutar además de su hospitalidad, gastronomía, paisajes y cultura, sino que para narrarlas me debo sumergir en ellas, emprender el viaje con la heroína y celebrar con ella al vencer los obstáculos, recorrer las calles a la vez en que son narradas para tener así la certeza de que no se me escape en ningún momento el hilo y le pierda el rastro a Ariadna. Un recorrido indelegable, íntimo aunque suceda en la tarima, frente a los otros viajeros que de la misma manera viven un periplo único.
El asunto es que, generalmente, de vuelta a casa al salir por la puerta de “llegadas internacionales” no hay un tablerito con mi apellido. Es la soledad que insiste en su tedio, así venga acompañada por las solicitudes de amistad y las notificaciones de follows. ¿Cómo se sentirá entonces el espectador? Me pregunto, que abandona la sala como un ser destetado, desde el otro lado de las historias: no del nuestro, desde donde pasan los cuentos como canal sino desde el lado del que debe esperar hasta la próxima sesión (o el próximo festival) para volverse a ver con Sherezade. Mi interés es vivir las historias, por lo tanto lo es también entonces comprender cómo las viven las personas a quienes se las cuento.
Es ahí cuando me doy cuenta de que tengo que desarrollar la empatía dentro de mi trabajo artístico: cultivar una necesidad sincera de entender al otro, despertar el apetito por saber cómo y qué es lo que sienten los escuchas, interesarme en hablar en su mismo lenguaje y –poco a poco– en su mismo idioma. Hollywood lo sabe –y lo usa– desde hace más de medio siglo, y desde el nuevo milenio Facebook también lo sabe –y lo hizo rentable–, con la abismal diferencia de que hoy todos podemos llevar el cine y mil películas en el bolsillo.

Pero ¿qué tiene que ver Facebook con la cuentería? A primera vista diríamos que nada, para muchos las redes sociales en plataformas digitales son enemigas del oficio (y hasta lo dicen en sus cuentas en las mismas redes, desde donde publicitan también sus presentaciones) [suspiro…]. Pero para un optimista Instagram, Whatsapp, Twitter y Facebook son un observatorio social en vivo al que accedo sin costo y desde el cual puedo enterarme de cómo piensan las generaciones de hoy, qué hacen, con quién y dónde, qué les gusta y qué no. Son además un canal directo para conectar con ellas, y lo más importante: escucharlas. Puedo enterarme de lo que sucedió –luego de la presentación– dentro del espectador (quien ya tiene un nombre para mí, además), entablar un diálogo directo, incluso luego de haber salido de su ciudad o país. Interactuar más allá del acto escénico, prolongar el instante efímero de la contada. Esto es lo que pasa cuando se empiezan a ver como oportunidades lo que a veces interpretamos como amenazas.
Lo hemos vivido, la mayoría de las veces no llegamos a conocer individualmente a las personas a quienes les contamos, desnudamos el alma frente a desconocidos a los que si mucho logramos encasillar dentro de categorías abiertas: niños de primaria, vecinos de esta biblioteca, seguidores del festival… y la más imprecisa de todas: “público general”. A menos de que sea en escenarios como El living de Edel, en Santiago de Chile; el Festival Palabrages en el sur de Francia, o en el Búho Café Cultural de Pasto – Colombia, poco estoy acostumbrado a saludar con nombre propio a los espectadores y por lo tanto a saber de estas personas algo más que la primera impresión que parecen dar. Es por eso que me esfuerzo en desarrollar el sentido de la empatía, para acercarme más a lo que realmente espera cada escucha de un contador de historias; tanto desde el saludo, el tono, el vestuario y la curaduría de los cuentos –que son elementos primarios de la conexión–, como con elementos que van un paso más allá en el camino del entendimiento mutuo, tales como la detección e inclusión de los referentes culturales necesarios para el pleno entendimiento y disfrute de la experiencia (lo que evita la exclusión intelectual), la eliminación de prejuicios que se asocian con el perfil al que pertenecen (del cual suelen salir mal librados muy a menudo los adolescentes, por ejemplo), el acercamiento de los temas, escenarios y hechos de las historias al contexto y lenguaje más cercanos para el público y, por supuesto, la disposición a la espontaneidad que me permita descifrar en el momento el estado en el que se encuentra la audiencia y estar presto además a aprovechar los efectos especiales que tan a menudo manda el universo en plena función; pues una cosa es contarle a niños en la escuela y otra, a ellos mismos pero con sus padres en una librería el fin de semana, sin uniforme de diario, a adolescentes de un colegio segmentado por género o universitarios acostumbrándose a la independencia y la autorregulación en sus primeros semestres de carrera, o hacerlo para adultos en un club nocturno antes o después de la quincena.
El método que he venido implementando para acercarme a este logro parte de una observación constante y consciente de mi entorno, tanto en la calle como en el “muro” del Face. ¿Por qué nos llama tanto la atención cualquier hecho que se sale de la cotidianidad mientras miramos por la ventana del Metro?, ¿qué es lo que nos hace elegir carita sonriente en vez del Like convencional para decirle al otro –que se puede encontrar al otro lado del planeta– que aquello que compartió como estado tuvo un eco en nosotros? Ahora bien, luego de la observación debo entrar al taller con los apuntes y las ideas que me surgieron y preguntarle a mi maquinita de los cuentos ¿cómo configuro un discurso desde mi poética que tenga a la vez un poquito de esto y de lo otro mientras narro la historia de por qué están regados los gitanos por todo el mundo frente a un grupo de adolescentes de bachillerato en el Colegio San Ignacio en la ciudad de Piura, Perú y logro emocionarlos al punto de que una buena cantidad de los asistentes me está pidiendo más historias por el chat de Facebook? La respuesta se encuentra entre el escritorio, el ensayo, el show y lo que sucede después con nosotros: los narradores y la comunidad alrededor de las historias.

Las generaciones más jóvenes de hoy configuran su pensamiento multitarea en banda ancha de alta velocidad y la “batalla” del narrador de cuentos frente a películas, series, videojuegos, tuits, memes, chats, estados, videollamadas, webinars, historias, hashtags, etc. estará irremediablemente perdida desde el inicio si sigue definiendo estos elementos como algo en contra y no como herramientas a favor.
¿Qué habría hecho el narrador prehistórico si supiera que la audiencia que tenía alrededor de la fogata podía averiguar en un segundo el nombre de todas las constelaciones que cobijaban sus noches de historias? La verdad, no lo sé… pero sí puedo saber y decidir sobre lo que estoy haciendo hoy en su lugar. Yo les mandaría las coordenadas al Whatsapp, quién quita que alguno de ellos –luego de consultarlas en Internet– gire sus ojos hacia el cielo para identificarlas mientras guarda el celular en el bolsillo; al fin y al cabo ¡soy un optimista!



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